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La sonata inconclusa de Keiko

20 May 2011 4 Comentarios

Por Alfonso Wieland

Lo recordaba casi nada, pero oyó mucho de él. Se trataba de su abuelo, quien había desmontado las reformas políticas y religiosas del gobernante anterior. Fue su abuelo un personaje sanguinario, derramó sangre inocente, e incluso quemó vivos a sus hijos en nombre de los dioses. Practicó el espiritismo, la brujería y la hechicería. En contra de la tradición monoteísta de su pueblo, se atrevió a colocar una estatua idolátrica y la puso en el templo erigido al Dios invisible.

Su abuelo murió a los 67 años y le tocó a su padre gobernar ese pueblo.  Solo lo hizo dos años, para luego ser asesinado por  gente allegada. Pero ese corto periodo fue suficiente para que los historiadores lo consideraran un tirano, un idólatra, un político que menospreció y ofendió los valores de convivencia que Dios había enseñado a esa nación.

Sin embargo, Josías no fue como su padre Amón ni como su abuelo Manasés. A sus tiernos ocho años de edad fue coronado como Rey de Judá.  Josías y la gente que lo rodeaba decidieron reformar nuevamente el país.  Fueron cambios profundos en el plano social, religioso, cultural. Con su liderazgo, el pueblo reencontró los fundamentos éticos y morales sin los cuales es imposible ser nación.

Esta pequeña historia (1) que ocurrió hace más de 2.700 años es un ejemplo de que la herencia política de los ancestros no se transmite por los genes. No se puede cargar sobre los hijos las culpas o delitos de los padres. Lo que hay en política son decisiones, sean estas pensadas o insinuadas. El pesado legado de nuestros padres se decide cargar o se decide dejar de lado.

Keiko Fujimori es la hija de Alberto Fujimori, el dictador encarcelado. Pero que lo sea, no es razón para afirmar que ella actuará de la misma forma. Cada político es libre de escoger su camino o, en todo caso, de no dejarse atrapar por el pasado.  Entonces, ¿por qué creo que ella sería la peor opción para el Perú?

El decenio fujimorista se encargó de sacar a la luz lo más escabroso y tenebroso de la política: la idolatría al poder, la concepción de que todas las personas tienen un precio, el cinismo como arma válida en política, el reemplazo de la ciudadanía por un clientelismo de «kilo y litro» (kilo de arroz y litro de aceite, repartidos a los potenciales votantes). Y fueron decisiones tomadas, no por entes anónimos sino por personas de carne, hueso, pellejo y billeteras hambrientas. Un gobierno es, sobre todo, la suma de sus líderes y la resta de los que mantienen silencios cómplices.

Fueron diez años donde se pisotearon las leyes y se incrustó en el alma de nuestras clases adineradas y gobernantes un mal llamado pragmatismo: si me enriquezco, poco importa la democracia o los derechos humanos. Esa clase que gobernó al Perú no ha mostrado signo alguno de arrepentimiento. Hoy perciben en Keiko el puente por donde sortearán el río de justicia que les impedía pasar. Es como una reivindicación. Y de seguro, de llegar al poder contarán la historia de modo distinto: pretenderán que fueron las víctimas, que los persiguieron por patriotas y que los crímenes apenas fueron errores que, además, sirvieron para resolver los graves problemas del país.

La filiación que debemos temer en “Keiko Presidenta” no es, entonces, la genética sino la política. Son las decisiones que toma las que la definen. Ella elige dejarse rodear por quienes son sus afines políticos. Ella decide construir “ciudadanía” con ollas, cocinas y alimentos repartidos mañosamente. Ella resuelve libremente justificar la corrupción  del padre, el “mejor presidente del Perú”. Ella decide usar lo religioso para justificar lo político.  Ella consiente dejarse usar por el padre para que,  a través suyo, gobierne nuevamente al país. Ella es quien decide creer que las violaciones a los derechos humanos cometidas por Alberto Fujimori fueron daños colaterales necesarios.

Cuentan que el padre de Beethoven fue alcohólico. Lo maltrató mucho cuando era pequeño, queriendo convertirlo en un niño prodigio al estilo Mozart. Con una infancia así, cualquiera pudo renegar de la música. Pero no, Ludwig se convirtió en lo que se convirtió. De haber seguido el destino de su padre no escucharíamos hoy la quinta o novena sinfonía ni la melancólica Sonata “Claro de Luna”. Con un poco más de tiempo, Ludwig pudo haber terminado su ultima sinfonía, la llamada “inconclusa”.  Con un entorno como el que rodeó a Keiko de adolescente, bien  pudo renegar ella de la política. Fue testigo (tal vez impotente, tal vez no) de las intrigas políticas que a diario sucedían a su alrededor. Fue testigo de una madre torturada por el padre. Vivió por años casi enclaustrada en un cuartel. Seguramente su adolescencia le fue robada. Tuvo que asumir ese tipo de vida. Le hicieron creer que lo tenía todo.

Pero hoy, sí, ella tiene opciones. Y ha decidido lo que ha decidido, no en nombre del padre sino de sus propias convicciones o conveniencias políticas. Porque el autoritarismo, más que en los genes se lo lleva en el alma. Hoy Keiko tiene en frente una partitura que podría nunca nacer o terminar inconclusa, una sinfonía que acabe siendo afonía política: su voz acallada por la de su padre, la de sus familiares, la de sus supuestos amigos, por aquellos que siempre encontrarán en el poder político una forma de mutilar la libertad humana, de envilecer a las personas. Ella decidió. Keiko decide.

Lima, 8 de mayo de 2011

Alfonso Wieland es co-director de PAZ Y ESPERANZA INTL

(1) La historia puede leerse en la Biblia, libro de 2 Crónicas, capitulo 33 en adelante.

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